Ojalá funcionara así la empatía

Desperté a la mitad de la noche por tu voz. Escuché cómo tu respiración entrecortada y húmeda te obligaba a emitir breves quejidos. Podía sentir tus lágrimas quemando tu piel, irritando tus pómulos y tus labios. Encendí la luz y me percaté de que yo también lloraba. Sentía una presión en el pecho, un ardor en la garganta, un nudo en el estómago. La angustia que brotaba de mi interior me impedía respirar. El dolor me impedía pensar. Me acosté y abracé mis piernas lo más fuerte que podía. Era insoportable.

Pero por un segundo sentí cómo apretabas tus ojos y pensabas en mí.

Me volví a sentar en la cama, puse mis pies en el frío suelo y a pesar del dolor, me puse de pie. Rompí cada uno de los lazos que me ataban. Dejé que la agonía viviera en mí y fui a buscarte. Entré en tu habitación y te observé desde la puerta. Tu cuerpo temblaba, tus pies y tus manos parecían sujetar toneladas de dolor. Tu torso totalmente tenso, encogido, apenas se movía por tus cortas inhalaciones y exhalaciones. Sentía cada músculo de tu espalda esforzándose por mantener adentro todo eso que te atormentaba. Podía sentir tu garganta inflamada restringiendo el paso del aire que se dirigía de tu rota boca a tus sedientos pulmones. Tus ojos ardían como el fuego, tus lágrimas se habían convertido en ácido y por tu mente sólo circulaba la pregunta "¿Cuándo va a parar?". Me acerqué despacio, me recosté a tu lado y puse en marcha mi misión. Deslicé mi mano suavemente por tu espalda, desatando uno a uno cada músculo rígido, dejando al pasar sólo tiernos tejidos, fuertes y firmes, sosteniendo todo eso que se desmoronaba. Llevé mi mano hacia tu hombro y acaricié toda la extención de tu brazo hasta tu mano, permitiendo que tus dedos dejaran de luchar contra ese demonio invisible y se dejaran llevar por la calma y el cansancio. Acerqué mi mano a tu pecho y la posé suavemente sobre tu corazón, quitando cada espina y esa estaca que te mantenía encogida, retomando la melodía de tus apasionados latidos. Bajé a tu estómago y lo presioné con delicadeza, dándole calidez y flexibilidad, aligerando la tensión de tu abdomen y haciendo desaparecer el dolor insoportable. Con el dorso de mi mano y la punta de mi dedo índice, acaricié lentamente tus costillas, de arriba a abajo, de abajo a arriba. Con cada movimiento llené y vacié de aire tus pulmones, manteniendo un ritmo calmo y renovador. Me arrodillé a tu lado y tomé tus piernas, haciéndolas estirarse lentamente. Sentí el dolor de tus rodillas y de tu cadera, así que repetí el ejercicio un par de veces más. Envolví tus pies con mis manos, los masajeé suavemente hasta sentir la circulación de tu sangre en ellos, calentándolos y relajándolos. Volví a recostarme a tu lado. Te volteaste y quedaste frente a mí. Con los ojos apretados, la boca tensa. Llevé mi mano a tu frente, la acaricié con mi pulgar, y luego bajé por tu mejilla con el dorso de mis dedos. Tus ojos se relajaron, aún cerrados. Levanté tu mentón con mi dedo índice y te besé en los labios, dándole a tu boca un sabor dulce, refrescante. Te acomodaste en mi pecho, cruzaste tus piernas con las mías y así, finalmente, entraste a un sueño profundo. Me quedé un par de horas observando tu paz, acariciando tu pelo, admirando tu belleza.

Cuando nuestros pechos se apretaban pero de paz y tranquilidad, supe que era el momento de volver. Porque tu paz es mi misión, pero está en vos buscar mi compañía cuando no me necesitás. Así es que vuelvo cada noche a habitar mi cuerpo, esperando que, al despertar, elijas verme y brindarme tu afecto.

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